Sentada, aconcojada quizá, pensativa quizá, en blanco quizá, pero ahí está mirando a la nada, bastante inerte ella.
- ¡Ha pasado horas allí! - comentan los ratones-, ¿que será de ella si sigue así?. Escurridizos se escabullen cuando la abuela aparece en la sala.
- Es manía de damas tristes peinarse sus largos cabellos - dice la abuela, tranquila y pausadamente.
- De tristes, de insuficientes, de mujeres que si quisiera llegan a damas también.
- Crees, más no cualquier mujer es capaz de pensar tristezas y aún darse cariño a sí misma.
-¿Eso me hace una dama? Peinarme y pensar sandeces?
- Cuéntame de las sandeces y luego decidiremos si eres una dama, querida...
- Es desconcertante... Amas, sientes el mundo a tus pies, flotas, vuelas, en sí, el mundo es perfecto! con un dedo, en un momento, dañas todo.
Los ratoncitos se miran unos a otros desconcertados y la madre ratona los calma. No ha hecho nada malo - les aclara - sólo está triste, pequeños.
La abuela permanece distante un momento, le acaricia los cabellos a su nieta, sonríe y se da la vuelta sin nada más que decir. El fuego sigue ardiendo en la chimenea, y la tarde va cayendo poco a poco, se ve por la ventana, y ella ahora mirando a través se siente tan insignificante, una lágrima corre por su mejilla y los ratoncitos halan de su vestido.
Enjuga la lágrima con rabia y los ignora, sale al jardín y se dispone a pensar, un minuto después con los ratones aún tras sus pies, les habla.
- Les contaré una historia, pero calladitos, ¡eh!
Hace algún tiempo atrás, todo en una casa donde vivía un pequeño gato estaba colocado donde no debía, las tazas donde los platos y los platos en la cama, las almohadas en el piso y las baldosas en el techo, así más o menos se sentía.
El trataba y trataba de colocar las cosas en su lugar, pero al dormir todo caía en un sitio distinto, todo se cambiaba. El gato estaba harto y quería marcharse de casa, pero no tenía a quien acudir, qué hacer, dónde vivir.
Cada noche miraba por la ventana de la casa hacia las estrellas, y siempre, para su suerte pasaba una estrella fugaz, insistía siempre el gato:
- Estrella, estrellita, ordena ésta casa, deja mi alma tranquila.
Así meses pasaron y el gato seguía acostándose en el piso, cocinando en la cama y como no podía el pobre caminar por el techo, siempre llevaba doloridos los pies, y de tanto y tanto, un día se lastimo un pie, ya de noche y salió a la ventana gritando hacia la estrella:
- ¡Estrella grosera, insensible insensata, me ves sufrir y nada haces por mí! ¡No quiero saber de ti, ni quiero verte pasar por las noches!
Al día siguiente el gato continuó su rutina en casa, a la semana descubrió que las tazas si se ponían donde las tazas, allí se quedaban, que el mueble permanecía en el salón y las almohadas en la cama, feliz intento salir a cazar un par de ratones.
Los pequeños ratones se escandalizaron y empezaron a llorar. Ahora ése gato nos va a matar - lloriqueaban.
- No eran ustedes, terminaré de contar.
Pero a la puerta tocar, la sintió cerrada, y por más que intento, no logró abrirla. Cómo había sido tan austero en el tiempo en la casa estaba al revés, los vecinos jamás volvieron a dirigirle la palabra, y sus amigos cansados de que siempre estuviera amargado, habían decidido olvidarlo.
El gato gritó por ayuda, pero todos ignoraron su llamado, vio unos ratones por la ventana y les pidió que buscaran un gato para ayudarlo a salir. Los ratones riéndose, se marcharon; Cómo se le ocurre mandarnos a buscar un gato - comentaban -, ni que quisiera ser cena!
Cansado y lloroso le rogó a la estrella, pero notó de pronto a otro gato que lanzaba fósforos sin apagar desde más arriba de su casa, y que en realidad jamás había visto una estrella fugaz, sino fósforos apagándose en el viento de las noches. Ahora, rabioso, grito al viento unas cuantas groserías, golpeó la puerta y lloró hasta dormirse en el piso.
Por la mañana siguiente ya todo estaba desordenado otra vez, y el gato resignado, salió a la ventana a pedirle disculpas a la nada, se sentó en mueble que amaneció entre el baño y la habitación y sólo se sentó a pensar desconsolado.
Alguien tocó la puerta, y el gato como si tuviera plomo en los pies, se acercó para decir "No abre".
- ¿Podrías intentar?- susurró un maullido femenino.
La puerta abrió sin ninguna molestia, es gato río y la dejó pasar, era la gata vecina, la de arriba, ella decía que solo estaba por las noches, que siempre encendía una vela y lanzaba el fósforo por la ventana, "es tan bonito verlos apagarse al caer".
- Ya lo creo - decía el gato, risueño.
Con el tiempo todo volvió a su lugar, cada cosa que tocaba la minina se quedaba en su lugar, aunque ella no siempre los ponía donde el gato creía que debían estar, se sentía en orden y paz la casa. Al tiempo construyeron una escalera entre pisos y juntos reformaron la casa y la mejoraron, era un espectáculo.
- ¿y "Fin"? - exclamaron contentos los ratones.
- Pues sí, Fin, siempre que no lo eches a perder.
Y el menor de los ratoncitos dijo gracioso:
- No creo que el gato dañara algo bonito si lo quiere - acto seguido, se marcharon a la casa dejándola sola en pleno jardín.
Ella susurró distante:
- Exactamente, pero no desfalleceré, un día las cosas volverán a reposar en su lugar, o en uno nuevo, pero siempre será para mejor, eso espero.
Y sonriendo se columpió hasta que la noche llegó y un "fosforito fugaz" cruzó los cielos oscurecidos.
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